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Isabel I de Rusia, según Virgilius Eriksen, siglo XVIII

El 29 de diciembre de 1709, el palacio de  Kolómenskoe bullía de excitación. Pedro el Grande, el omnipotente zar que había convertido Rusia en un imperio moderno y espejo de la Europa occidental, esperaba un hijo. Cuando entró en los aposentos reales, su esposa Catalina le presentó a una niña, Isabel. Desde ese momento, esta princesa se convirtió en la niña de sus ojos. Además fue una niña despierta, de rubios cabellos y blanca piel, destinada a convertirse en una gran duquesa de Rusia.

Sin embargo, su prometedor futuro comenzó a truncarse cuando en 1725, su padre murió inesperadamente. Desde ese momento comenzaba su carrera hacia el trono; una batalla que ella ignoraba que estuviese librando. Con la muerte del zar, su esposa, la lasciva y ruda Catalina, se adjudicó la corona con un golpe de estado y se proclamó emperatriz. Fueron años de confusión en la corte imperial. Isabel vio como su madre se marchitaba entre los excesos del alcohol y las grandes fiestas, hasta que finalmente murió prematuramente en 1727, dejando a su hija huérfana.

Aunque Isabel estaba en línea directa de sucesión al trono, fue designado sucesor un niño de doce años: Pedro II. Antes de nacer Isabel, Pedro el Grande había tenido un hijo primogénito, Alexis, que fue asesinado por su propio padre. Este nuevo zar niño era descendiente de ese príncipe sin ventura y, por tanto, también sobrino de Isabel.

Desde el principio se tuvieron mucho cariño. De hecho, el historiador Henri Troyat cuenta que les encantaba jugar juntos, pasear y disfrutar de excursiones. Menciona incluso que llegaron a tener relaciones sexuales. A fin de cuentas, el emperador niño experimentó los mismos excesos que sus predecesores. Con apenas trece años, se había aficionado al vodka y ya practicaba el sexo bisexual. Demasiadas aventuras para un zar tan pequeño, que acabaron con su vida en 1730. El camino hacia el trono se iba despejando para Isabel.

Palacio de Invierno, residencia oficial de los zares rusos entre 1732 y 1919.  Hoy alberga el Museo del Hermitage.

Los siguientes años fueron realmente difíciles para la joven princesa. La corona imperial volvía a quedar sin portador y éste podía ser su momento, pero Isabel todavía no estaba preparada. Así que apareció un nuevo pretendiente, otra princesa con menos linaje, pero no menos ambiciosa. Se llamaba Anna Ivanova y era prima de Isabel. Como nueva zarina, Ana I instauró un reinado del terror, persiguiendo a todos aquéllos que se opusiesen a su política. En cuanto a Isabel, la tuvo bien vigilada, y no era para menos. Su belleza y fama no hacían sino crecer. En los bailes de palacio, Ana no soportaba ver a su hermosa y rubia prima danzando y siendo el deseo de todos los varones. Algunos amantes de la princesa sufrieron la terrible ira de Ana.

Aquella época entrenó a Isabel como futura conspiradora, la hizo fuerte y le enseñó que el lugar más peligroso del imperio era la misma corte. Consciente de las envidias y celos que despertaba en la emperatriz, Isabel decidió alejarse y se dedicó a su vida privada. De hija del gran zar, ahora se había convertido en un peón inservible, que ya no interesaba para ninguna casa real. Muy pocos creían que aquella joven sin ventura llegase algún día a ser zarina; seguramente fuese asesinada mucho antes. Por entonces, se entregó a sus más bajas pasiones con un joven plebeyo. Se llamaba  Alexei Razumovski y era un guapo y apuesto cosaco ucraniano, que consiguió enamorarla. Desde entonces, Isabel y Alexei fueron amantes y se comentó incluso que llegaron a casarse en secreto. Todo indicaba que la princesa debía convertirse en poco más que una matrona, pero una vez más, el camino hacia el trono la llamaba. Y la hora de su gran batalla estaba cerca.

En 1740, la todopoderosa Ana sufrió un colapso nervioso. Para entonces ya había elegido un heredero, un bebé llamado Iván. Tan obsesionada estaba por evitar que Isabel reinase, que hizo traer a una sobrina suya a Rusia, también llamada Ana, que acababa de ser madre. La emperatriz nombró heredero al recién nacido y a su madre como regente. Así el trono quedaba asegurado y ella podía morir tranquila. Isabel nunca llegaría a ser zarina. O eso era lo que ella pensaba.

La situación de Isabel finalmente se hizo insostenible. La nueva regente no era mejor que sus predecesores. Esta nueva Ana era caprichosa, envidiosa e incapaz de dirigir un imperio. Además, temía enormemente a Isabel, y tenía buenas razones. El pueblo ruso amaba a esta princesa desventurada, la auténtica heredera de Pedro el Grande. ¿Por qué no se sentaba en el trono si tenía más derechos que nadie? Por eso mismo, comenzó a hablarse en secreto de que iba a ser asesinada. Al parecer la regente quería acabar con ella para asegurar el futuro de su hijo, el pequeño Iván VI. Ese fue el momento en el que la gran duquesa, que llevaba tantos años viendo pasar zares y zarinas, decidió cumplir con su destino y usurpar –o reclamar– el trono.

La noche del 25 de noviembre de 1741, la regente Ana dormía plácidamente junto a su marido y el pequeño Iván. Cuando abrió los ojos, vio de pie a Isabel, como si fuese un fantasma del pasado. Había llegado el momento de levantarse, porque un regimiento rebelde se había alzado en armas por su princesa y había marchado sobre el Palacio de Invierno. Cuando había llegado el momento, los soldados habían sido preguntados: “¿A quién queréis servir?” y todos gritaron por ella, la hija de su héroe. Finalmente, la regente fue arrestada y, según dicen, Isabel cogió al pequeño Iván en brazos y prometió que cuidaría de él. Irónicamente, el zar niño pasó el resto de sus días en una prisión. Y así, Isabel se convirtió en zarina y abrió un nuevo período en la historia de Rusia…

Referencias:

TROYAT, Henri, Las zarinas. Poderosas y depravadas, Vergara, Barcelona, 2003.
MASSIE, Robert K., Pedro el Grande, Alianza, Madrid, 1980.
MASSIE, Robert K., Catalina la Grande, Crítica, Barcelona, 2012.

Autor: Francisco J. García, Historiador.

Saludos 🙂